La esperanza es lo último que debemos perder, porque cuando se pierde la esperanza se pierde todo. Cuando pienso en mi nación, trato de mantener en mi mente la idea de una perestroika isleña, visualizo un fracaso invertido, anhelo un fenómeno que genere una reforma en el Estado. Al Igual que yo, muchos esperan una revolución sin armas, sin odio y sin muertes. Esa deber ser la esperanza que debemos albergar para transformar nuestra nación.
Los que ya hemos decidido vivir esperanzados, estamos convencidos de que nuestra esperanza parte de una realidad objetiva, derivada de un sentir que nace en el ser humano; es el resultado de ver a otras naciones que pudieron triunfar en medio de situaciones oscuras y caóticas; naciones que en muchos casos, no poseen los recursos naturales que nosotros sí poseemos; sin embargo, estas naciones poseen una estabilidad socioeconómica, una democracia saludable y un alto nivel de mayordomía; porque muy probablemente ellos abrazaron una idea, un sueño y una esperanza. De esa misma forma, también nosotros podemos imitar sus acciones, y luchar para convertir en realidad el sueño de transformar nuestro pueblo.
La esperanza tiene que ver con una firme convicción de que existen y vienen cosas nuevas para nuestro oprimido y sufrido pueblo. Tengo la esperanza de ver un sistema educativo competitivo y no politizado. Puedo ver a mi pueblo disfrutando de un buen sistema que provea agua potable en todos los sectores de la nación. Olfateo desde lejos al sector agropecuario produciendo lo necesario para el consumo local y exportando productos de calidad. Mis ojos contemplan una República Dominicana donde la electricidad no sea interrumpida. Esta es la esperanza que muchos de nosotros abrazamos y que se desarrolla y crece cuando se le levantan líderes con una perspectiva correcta de servicio, de justicia, de equidad y de conciencia de Estado. Cuando esto pasa, la esperanza en nosotros se ensancha y se encarna en la mayoría, creando así, una masa crítica con potestad ciudadana que nos inspira a involucrarnos en los procesos de cambios.
Nuestro sentir no es una expectativa, porque no tenemos dudas de que podemos lograr un cambio; tampoco estamos promoviendo una utopía, ¡no!, estamos esperanzados de que algo bueno va a suceder. La esperanza en nosotros es realizable, medible y justa; justa, porque estamos esperando lo que nuestros líderes políticos nos han ofertado cada cuatro años. Mi esperanza y la de muchos ciudadanos se alimenta de un derecho inherente, que coexiste en el momento que nacemos. Nuestra esperanza es simple, no es superflua; esperamos líderes definidos, íntegros, y con visión. Anhelamos un sistema judicial que extirpe la impunidad; una sociedad segura, donde podamos caminar sin el temor de ser atacados.
Nuestra esperanza no es vaga, es la continuidad de aquellos sueños que nuestros patriotas y héroes nos dejaron en el alma social, y que aún no hemos perdido. Por eso, sigo clamando y pregonando a todo pulmón: ¡No perdamos la esperanza!
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